Por Dr. Thomas P. Owens
Publicado originalmente en la Revista Lotería, No. 253, marzo de 1972
“Cuando recuerdo cuan numerosas, cuan importantes y cuan complicadas son las funciones del hígado, me pregunto si a veces el laico está en lo cierto cuando mantiene que su indigestión es causada por un hígado torpe, perezoso o que funciona pobremente”.
Walter Álvarez
Al revisar recientemente mis revistas me encuentro con un artículo corto del muy conocido periodista norteamericano Art Buchward sobre la importancia de los padecimientos del hígado en Francia. En su jocoso artículo, Buchwald relata sus peripecias al sufrir un “ataque al hígado” mientras residía en Francia y cómo así pudo entrar en lo que él llama el privilegiado grupo de la “Orden del Hígado de Categoría” para ser el centro de la atención en ese ambiente donde la enfermedad hepática está en una posición jerárquica muy elevada y donde la conversación popular gira con frecuencia alrededor de los “males del hígado”.
Estas líneas del periodista me han hecho reflexionar sobre algo que nos inquieta a todos los médicos clínicos y es la gran preocupación de los pacientes y el vulgo en general por los problemas que relaciona con la función del hígado.
La América Hispana tiene un notable influjo que viene del sur de Europa, primordialmente Francia, Bélgica, España, Portugal e Italia, no solamente influjo en las artes, costumbres, comportamiento, religión e idioma sino también en el folklore de la enfermedad y lo relacionado con ésta como serían las dietas, los medicamentos, las curas, las creencias en relación con la enfermedad y los mitos. Este es el caso del hígado, órgano noble, pero sobre el cuál todavía no sabemos todo, debido a la complejidad de sus funciones, lo que se ha prestado para que a través de las centurias se haya especulado sobre su sintomatología, particularmente en los países nuestros.
Ya el mito de la enfermedad hepática y biliar como causante de múltiples dolencias y trastornos se vislumbra en los griegos con el temperamento “bilioso” de Aristóteles, quien así se convierte en el primer biotipólogo. Con este adjetivo quiso el filósofo clasificar a una gran serie de individuos según su personalidad su comportamiento, sus síntomas y sus padecimientos, y así se adelantó por muchos siglos a DiGiovanni, Viola, Pende, Sigaud, Kretschmer, Sheldon y tantos otros. Pasa esta clasificación la prueba del tiempo y las corrientes helénicas la llevan a Europa y de allí a nuestra América. Tenemos hoy, más de veinte siglos después, al paciente consuetudinario de las clínicas quien viene porque sufre “de bilis” o sufre “del hígado” o padece la multiplicidad de síntomas atribuidos a la noble víscera por el vulgo.
¿Por qué razón oscura se le adscribe tantas dolencias y síntomas al hígado? ¿Por qué razón es tan escasa la importancia dada a la sintomatología de este órgano en el pueblo anglosajón? ¿Será que los países tomadores de vino sufren más padecimientos, particularmente cirrosis de Laennec? ¿Pero por qué tal categoría al síntoma hepático cuando, de ser así, debe ser un desprestigio la posibilidad de contraer una cirrosis alcohólica? ¿O será que en realidad existen más trastornos hepáticos en algunos medios según distintos componentes genéticos, climáticos, raciales o nutricionales? ¿Será solamente el folklore de la enfermedad o la tradición lo que influye?
Todas las interrogantes nos hacen considerar la necesidad de incluir al trastorno hepatobiliar en un capítulo de la medicina antropológica y de la antropología cultural. Pero las interrogantes nos abren un amplio campo de especulación y las posibilidades de una diatriba sin fin. ¿Cuáles síntomas son propios de mal hepático? ¿Cuáles molestias hepáticas, cuáles biliares, cuáles inespecíficas? ¿Cuál es la dieta hepática? ¿Hay necesidad de drogas llamadas “protectores hepáticos”? ¿Hay necesidad de sustancias para prevenir o curar enfermedades del hígado? ¿Cómo y cuánto afecta el licor al hígado? ¿Por qué un centro de renombre trata un mal hepático severo solamente con reposo y otro de igual prestigio con múltiples drogas?
Las funciones hepáticas son complejas, múltiples y todavía no del todo conocidas. Las pruebas funcionales hepáticas de laboratorio tan variadas se han ido proliferando y depurando hasta darnos una idea aparentemente harto cabal del estado de la víscera. Las enfermedades que conoce el médico son precisas y su número es algo restringido: hepatitis, cirrosis, infestación por parásitos, neoplasias y patología de las vías biliares. Estas entidades nosológicas tienen su sintomatología más o menos bien definida y su batería de exámenes de laboratorio y radiográficos pertinentes no ofrecen mucho problema diagnóstico al médico y son relativamente frecuentes.
Lo que sí es realmente muy frecuente, aunque no se poseen las estadísticas fehacientes, es el padecimiento vago, funcional, el desorden que atribuye el paciente al hígado; el paciente que llega al consultorio y antes de sentarse nos revela “Yo sufro del hígado”. Este es el caso problema, el caso consuetudinario, el caso que es y no es el de la medicina trivial de gabinete, el caso difícil. Es el caso del enfermo que sufre, que suele no tener hallazgos orgánicos y quien recibe poca empatía de parte del facultativo. Si el niño sufrió hepatitis, de joven seguirá toda una vida “débil del hígado”; si sufrió de ictericia fisiológica como recién nacido, los padres lo tildarán de “hepático” el resto de los días; si es un niño vomitón, “sufre del hígado”; si se percibe algo pálido, dicen que está amarillo y puede ser “el ´hígado”. Así como lo usual entre anglosajones para entablar una conversación suele ser una percepción sobre el estado del tiempo, entre nosotros sería discutir nuestro último síntoma o cortejo sintomático “del hígado”. Y si tiene el carácter difícil o irritable, tiene “punzado el hígado”.
Veamos un listado de síntomas atribuidos al hígado en nuestro medio: dolores de cabeza, migraña y neuralgias, inestabilidad, falta de equilibrio, mareos, vértigos, gases abdominales, llenura, náuseas, vómitos, diarreas, estitiquez, empacho, fatigas, pereza, eructos, borborismo, epigastralgias, intolerancia a ciertos alimentos como huevo, leche, chocolate, puerco, naranja, condimentos, nance, aguacate, salchicha, halitosis, lengua saburral, sequedad bucal, boca amarga, sudoración, desvanecimientos, lasitud, sed, exceso o falta de apetito, impotencia sexual, manchas en la piel, dermatitis, descamación y fisura de las manos y pies, prurito, alergias, urticarias, edemas, dolor lumbar, dorsal, cólicos y otros, escleróticas sucias, ojos pálidos, aftas bucales, sialorrea, falta de sudor, sudor fétido, digestión “lenta”, ojeras, heces malolientes, tensión, irritabilidad, equimosis, ardor en la piel, mal rendimiento escolar, malos hábitos, etc.
¿Cuántos de tales síntomas y signos son específicos de enfermedad hepatobiliar, cuántos de etiología incierta o del todo no-hepática?
Los textos europeos enumeran varios síntomas que atribuyen a padecimiento hepático. Así, Pons indica: la anorexia, intolerancia a grasas y alcohol, boca amarga y pastosa, pesadez epigástrica, repleción, plenitud, eructos y pirosis, constipación o diarrea, retención fecal, cefaleas, sudoraciones, desvanecimientos, vértigos, astenia, depresión, insomnio, somnolencia postprandial, sed, alergias, escozor, pruritos y eccemas.
Otro autor europeo, Roger, en su semiología de enfermedad hepática, enumera un número menor de síntomas, a saber, síntomas claves como: dolor, anorexia, astenia, ictericia, dispepsia en general, hemorragia, prurito y trastornos mentales.
Pero es en los autores anglosajones donde alcanzamos a ver el extremo en lo escueto en cuanto a sintomatología hepatobiliar. Spiro revela como claves para el diagnóstico de enfermedad biliar solamente dos síntomas: dolor e ictericia. Para enfermedad hepática añade un escaso grupo de síntomas como el visto en las fases iniciales de hepatitis, a saber: astenia, anorexia, plenitud abdominal. La emesis persistente considera es más bien síntoma pancreático y muchos síntomas que consideraríamos biliosos los acepta como muy inciertos. Capper y otros han descrito hallazgos bioquímicos en relación con mala función biliar, pero Spiro, como clínico anglosajón, considera estos datos como poco concluyentes o más bien relacionados con gastritis, trastornos pancreáticos u otras entidades.
Walter Álvarez en sus obras sobre nerviosismo, indigestión y dolor nos habla sobre su vasta experiencia clínica en este campo y conjetura que el dispéptico crónico o el que “sufre del hígado” puede serlos por múltiples causas o combinaciones de causas, aunque probablemente el componente emotivo sea clave. Reconoce como probable causa de trastornos gastrointestinales:
Poca capacidad gastrointestinal y dificultad innata en habilidad digestiva de ciertos productos, defectos del mecanismo de eliminación de gases, alergias alimentarias, movimientos antiperistálticos, excesos de comidas y bebidas, tendencias familiares a regurgitaciones, falta de tono muscular abdominal, gastritis o enteritis atróficas, secuelas de infecciones de la niñez, hernias internas, enfermedades de la porta y enfermedades arteriales peculiares, enfermedades de los linfáticos o de inervación intestinal, indigestión refleja por males endocrinos, renales, coronarios o de enfermedad ginecológica, pacientes con síndrome de “constitución inadecuada”, hígado defectuoso y trastornos biliares, otros.
Como se advierte son casi innumerables las posibilidades etiológicas de trastornos vagos atribuibles al aparato digestivo y todavía nos falta mucha investigación para aclara este campo del todo. Algún trecho se ha adelantado en algunos aspectos como fue el caso del descubrimiento de la amina presora tiramina como causante de sintomatología que podía muy bien asemejarse a una “crisis hepatobiliar”, o los trabajos de Jordan sobre su síndrome de colon irritable como causante de trastornos gastrointestinales a largo plazo; o los estudios de cineradiografía que revelan la importancia de la acrofagia como causante de meteorismo abdominal, particularmente en el enfermo ansioso y tenso; o la frecuencia de hernias hiatales que pueden explicar síntomas erráticos; o las alergias alimentarias y demás.
Y cuando estudiamos la complejidad de las funciones de la víscera hepática y la vasta interrelación de sistemas integradores que se conjugan en los procesos gastrohepatobiliares nos asombramos más bien de lo tranquilamente que se coordinan estas funciones. Con sólo la revisión del plexo celíaco que es el regularizador neurológico de esta zona, con sus raíces y relaciones hepatosomaticovegetativohumorales tenemos para rato.
Otros datos que complican la visión del médico en este campo son los innumerables síndromes, a veces esotéricos, que enturbian una visión panorámica, y al aparecer nombres como Dubin y Johnson, Crigler y Najjar, Rotor, Zieve, Reye, Chiari, Del Valle, Boerhaave, Mallory Weiss, Zolinger y Ellison, Courvoisier, Zenker, Crohn, Menetrier, y muchos más puede sembrarse la duda en la mente del galeno y salir en busca de algo abstruso.
Algo similar acontece con la orientación radiográfica y de laboratorio que con una gran batería de pruebas que varían de medio a medio y se ponen o no en duda como una prueba de cefalinacolesterina o Hanger, dichosamente hoy poco usada, con resultado de dos cruces, una turbidez de timol errática, un informe de rayos X que se revela “vesícula perezosa” o una bolsa de Hartmann, o una discinesia, o un divertículo que son hallazgos a veces de compleja interpretación.
Con toda esta tradición de enfermad hepática con raíces antropológicas y culturales es natural que hayan proliferado los regímenes hepáticos, las dietas, los mitos, los tabús y los cuidados terapéuticos variados. Así tenemos las creencias probablemente infundadas sobre el peligro que ocasiona una gran gama de alimentos como dulces, naranja, limón, frituras, huevo, puerco y otras grasas, restricción que a veces se propaga a otros padecimientos de tal forma que el paciente para una diabetes, o proceso catarral, o un trastorno urinario busca erradicar su ingestión de grasas.
Lo mismo ha sucedido con la medicación popular para trastornos atribuidos a la víscera hepática donde tenemos el uso ilimitado de preparaciones que van desde té de hojas de diversa índole, Bekunis y otros, infusiones de hojas de múltiples plantas, ruibarbo y soda, Alka Seltzer, San de Andrews, purgantes de todo tipo, Maravilla de Humprey y demás. El facultativo, por su cuenta, propaga en parte esta tradición al armarse de un bagaje inmenso de drogas que en muchos casos surten efectos o escasos, o dudosos o nefastos y tenemos así el uso indiscrimado de hepatoreguladores, colagogos, coleréticos, protectores hepáticos y otros. Podríamos recordar aquí el uso del Metischol, Bilsan, Bilagol, Cholipin, Rowachol, Festal, Trizimal, Bilepar, Azulon, Entozume, Digezima, Hepadesicol, Fisiobil, Pankreon, Heparregulina, Panzynorm, Nutrizym y muchos más. Muchas veces el paciente solicita con vehemencia “algo para el hígado” o algo “para la digestión”, y el galeno opta por recomendar un producto de patente aunque no esté seguro de su efecto farmacodinámico real.
Probablemente no conocemos todavía todas las enfermedades hepáticas sino solamente algunas básicas y algunos síndromes esotéricos. Probablemente existan pacientes con una insuficiencia hepática larvada, otros muy sugestionables, aquellos a quienes Osler llamó “quienes tendrá que estar ayudando toda su vida su médico”, o a quienes Álvarez denomina de “constitución inadecuada”. Estos serían aquellos que sufren una inferioridad biológica global o específica, neuróticos, astenios, deprimidos, dispépticos, lábiles, hiporécticos, crónicos, cohibidos, sumisos, ensimismados, quizá los displásicos de Kretschmer. Muchos de éstos tienen componentes genéticos importantes, taras que predisponen a una labilidad o una morbilidad especial; otros pueden acoplar ésta a trastornos funcionales hepatobiliares, a trastornos pancreáticos, esófagogastroduodenales, alérgicos u otros.
El paciente hepatobiliar típico sería una mujer de unos cuarenta años de edad, pícnica, con varios hijos, algo tensa y deprimida, quien se queja de borborismo, meteorismo, plenitud abdominal, estitiquez, mareos, boca amarga, náuseas matutinas y dispepsias selectivas porque “le cae mal la naranja y el huevo” (recordemos la enfermedad de las cinco efes (F) de las escuelas del Norte: Female, Fat, Forty, Fertile, Flatulent). ¿Pero cuántos no siguen este patrón tradicional y son jóvenes deportistas, muchachas de escuela, asténicos, enjutos, tranquilos o tensos, labriegos, ejecutivos, médicos? La revisión exhaustiva de laboratorio puede ser normal y la colecistografía normal o revelar una “vesícula perezosa”. Un paciente así podría sufrir un síndrome climatérico, un vértigo central o laberíntico, una insuficiencia renal, un colon irritable, una diverticulosis, un síndrome de hiperventilación, una reacción depresiva o sicofisiológica, lo que alguno llamaría “síndrome de discinesia biliar”, o quedar enmarcado en el acápite de “Trastornos funcionales gastrointestinales” o “constitución inadecuada de Álvarez”.
Con los conocimientos actuales no podemos llegar más allá: el paciente persiste con su sintomatología errática y variable, oscila de un consultorio a otro en busca de alguien para establecer un “raport” y aliviar su mal. Aquí se enfrenta el facultativo con el problema médico-antropológico cultural y el folklore de la enfermedad hepática.
Aquí tiene que echar mano de todo su haber cultural y habilidad de maestro para encauzar al que padece en forma más adecuada; la explicación llana, la voz de aliento, las recomendaciones de distinta índole son fundamentales. Este es el paciente que requiere más salud mental, más variedad, más distracción, más cariño, más solaz. No debe dejarse a la deriva ni atiborrarse de drogas. Y tampoco decirle de golpe que no tiene “nada en el hígado” pues buscará otra fuente y algún día, con facilidad, encuentra al galeno quien le informa: Ud. tiene el hígado inflamado”.
Mientras no se sepa con absoluta certeza cuáles son todas y cada una de las causas y razones de las náuseas matutinas, de la “mala digestión” , del borborismo, del “empacho” y de tantos otros síntomas imprecisos, no podemos ser tajantes, aunque en buen número de casos podríamos decir que estamos ante un problema funcional o sicofisiológico. Aquí tampoco hay que desviarse por algún hallazgo orgánico que nos parezca fácil culpar como causante de las dolencias; en casos de pacientes sometidos a cirugía por diverticulosis de distintas zonas, a intervenidos por dolicolon, malrotaciones y demás, no es raro encontrar los mismos síntomas en forma postquirúrgica, cosa que nos revela el sustrato del problema no era ése. El enfermo “hepático” lo que más busca es comprensión y explicación clara de su mal; si recibe esto seguirá siendo nuestro paciente toda la vida, como lo dijo Osler, y no saltará de médico en médico en busca del tratamiento óptimo.
CONCLUSIONES
A. El hígado y sus vías biliares presentan en nuestra tradición latina un inmenso enjambre de mitos, creencias, atributos y síntomas, la mayor parte de ellos dudosos o totalmente no-hepáticos que son un campo interesante de la medicina, el folklore y la antropología cultural.
B. La complejidad de la función hepática, la difícil medición de desequilibrios, la proliferación de síndromes esotéricos, la polifarmacia y la poca compenetración del medico en estos carnpos hacen problemática la visión clara del problema.
C. Múltiples explicaciones pueden darse sobre síntomas atribuidos a trastorno hepatobiliar aunque las de orden funcional y sicobiológico deben prevalecer.
D. El médico debe, cuidadosamente, ir modificando las creencias sin base científica respecto a esta víscera y orientar su tratamiento en la forma más ecuánime y sencilla.
E. Es importante que el medico se entere del importante componente de orden antropológico cultural y de folklore que posee la víscera hepática.
F. Es función del médico de cabecera desmitificar la enfermedad hepática y clave para este proceso es el análisis serio, cabal, del problema y la aclaración cuidadosa al paciente. El papel del médico en cuanto a maestro y amigo en este campo es de valor capital.